martes, 10 de junio de 2008

En caso de perder la vida en un sueño, no tener en cuenta a Freud.

La sombra líquida:
Autor: D.Vitrubio
Reptó suave al principio, con un lento zigzagueo, esquivando los baches del techo. La sombra avanzaba acariciando la trama irregular del tejado rojizo, mientras el chico dormía casi tan profundamente como un cristo; con las piernas arqueadas y el cuerpo que tendía a doblarse hacia un lado.
Estaba en medio de una enorme batalla en la que se decidía el destino de un extraño mundo antiguo. Los carros tirados por caballos avanzaban con ímpetu hacia el ejército enemigo, los soldados cargaban con lanzas, escudos y espadas forjadas en hierro que resplandecían en brillantes haces de luz. El chico era uno más en la tropa y, lo único que comprendía, era que se dirigía hacia delante, conducido raudamente por su caballo, a un enfrentamiento ineludible de aniquilación sanguinaria. No podía dominarlo. A medida que pasaban los segundos se convencía más y más de que su destino estaba al final de esos campos, en una franja de soldados feroces que parecía extenderse a lo largo de todo el horizonte y se aproximaba como un sombrío animal salvaje.
Ahora se movía por la canaleta, contorneándose en U de un lado a otro; parecía un chorro de aceite quemado que había caído del cielo y buscaba un lugar en que reposar definitivamente. Se deslizó por el extremo como una enorme gota de lluvia, y cayó sobre marco de la ventana del cuarto, que estaba filosamente entornada. La luz de la luna se reflejaba con un fino brillo en su cuerpo oscuro. La sombra continuaba su marcha a un ritmo inalterable.
Las manos le temblaban; daba por sentado que, en el momento en que se diera el enfrentamiento, no sabría como accionar. Nunca antes había manipulado una espada. Nunca antes había andado a caballo. Tenía los ojos puestos en el final del horizonte, ya se podían distinguir los carros de combate y algunas banderas. Podía sentir el peso de la espada colgando en su mano derecha. No llevaba escudo ni casco y eso le generaba una profunda desazón.
Perfiló incómodamente por el ras del marco, haciendo presión para entrar en la habitación del chico, que galopaba sin cesar por la llanura rodeada de montañas, bañadas por un sol angustioso. Recorrió el estante de libros, bajó por el escritorio con precaución, sin derribar nada; mientras que éste intentaba tirarse un poco hacia la derecha, que era donde la fila de soldados venía más desprotegida. Pensó que eso implicaría una ventaja, aunque ínfima. Se adelantó serpenteando por la alfombra hasta la pata de la cama, con la cadencia de una bailarina. Se encontraban a pocos metros de distancia, el clamor era estridente, el ejército no dejaba de vociferar y entonar cánticos, a la vez que marchaba, acercándose estrepitosamente; haciendo anillos en la pata de la cama, ocultándose bajo las sabanas, recorriendo las piernas, creando espirales hasta la cintura. Intentó levantar la espada recurriendo al límite de sus fuerzas, pero no lo logró; en ese momento relacionó el infortunado hecho con aquella historia medieval de Excalibur, la espada enterrada en la piedra de granito. Lo intentó una vez más, frunció todos los músculos de su cuerpo, las venas se le inflaban hasta el límite, empujaba, empujaba otra vez, pero nada; era imposible de verdad, no había caso. Naturalmente, no soy Arturo, pensó. Aunque eso lo ensombreció aún más.
Volvió a levantar la vista y vio a un hombre con una barba larguísima, fornido y de mirada asesina, empuñar su lanza con furia. Apenas tres metros lo separaban de él. Lo atacó la desesperación y le produjo una insondable angustia presentir la muerte. No le dolió, ni siquiera sintió cuando la sombra se perdía en su garganta, en el momento en que la lanza lo tocó sin atravesarlo, provocándole un peligroso desequilibrio sobre el animal. El chico, esta vez, movió rápidamente la mano de la espada y, aunque la sintió más liviana que hacía un momento, el mismo bárbaro de porte temerario, lo empujó con el escudo, tirándolo del caballo y haciéndolo rodar por el suelo. Se convulsionó un poco sobre el parqué de su habitación, balbuceó algo incomprensible y se quedó tendido sobre la hierba, contemplando, aún con una mezcla de temor y de fascinación, el despliegue del feroz combate.

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